“Y de todas las formas, al fin y al cabo, solo como al principio.” Podría haber sido una frase del evangelio por su fuerza y su hondura. Pero es de un conocido cantautor, Hilario Camacho, y me acompaña desde chaval. Vivimos tiempos de soledad, esa soledad que en muchos casos te seca el corazón y la mirada. “Me he dado cuenta de que de las treinta amistades que tenía ninguna era realmente importante”, me decía un joven el otro día. Soledad en el espejo. Soledad en el trabajo. Soledad en el bullicio de los bares, (con o sin mascarilla). Soledad de la televisión y de las aplicaciones de internet. Soledad de los diálogos de familia. Soledad al acostarte. ¿Desgracia u oportunidad? “Y de todas las formas, al fin y al cabo, solo como al principio”. Es tiempo de escucha. Escuchar los ecos de nuestro pecho, la voz de Dios. En la soledad y en el silencio resuenan los latidos de nuestro corazón. Ritmo constante y sereno. Ritmo acelerado o enérgico. Cuando nos adentramos en su danza es como descubrir una compañía: la respiración que se mece bajo los hilos de la eternidad. Poner tu mano sobre las tripas y sentirte. Qué importante es sentirnos. Ahora podemos acompasar nuestros pasos con el latido de la humanidad: con el de tu vecina, con el de tu hermano, con el de tu tendero. Solos pero parte de un conjunto, como una pincelada en medio de este cuadro inmenso y maravilloso. “Y de todas las formas, al fin y al cabo, solo como al principio” O tal vez no.
sábado, 24 de abril de 2021
martes, 6 de abril de 2021
CON LA PRIMERA LUNA DE PRIMAVERA
El brillo de esa primera luna de primavera anuncia la vida y la resurrección. Cristo ha resucitado en Sevu o en Basile, el capellán de la Fundación Jiménez Diaz o del Hospital de la Princesa, (y otros muchos capellanes), que han dejado tantos gestos de esperanza en enfermos de pandemia, de soledad y de miedo. Ha resucitado en ese grupo de personas que prepara la Iglesia limpiando y recogiendo cada sábado para que el templo esté a punto para todos nosotros cuando llega la semana. Brilla su resurrección en aquellas mujeres y hombres que hacen de la caridad y de cáritas no una palabra si no una mesa compartida, un tiempo para la escucha y para acompañar. Cristo ha resucitado en las familias, catequistas y los niños que cada semana cantan, hablan de Dios, dan palmas y celebran que Jesús es su amigo y compañero. Resucita el Señor en la sonrisa de los jóvenes que leen la palabra, que se divierten y se entregan pensando en un mundo mejor. La resurrección brilla en las hermanas que, con humildad, se preocupan, construyen, consagran sus esfuerzos y sus afectos como el buen samaritano. Resurrección en cada visitador de enfermos o de personas mayores que reciben calor, eucaristía, alimento y cercanía. Cristo ha resucitado en nuestras pobrezas, llenas muchas veces de maquillaje y de mentira, pero siempre acariciadas con ternura por la misericordia de Dios. Resurrección en el que es capaz de dar gratis, de compartir lo poco o mucho que tiene, de mirar a los ojos, de no criticar, de contemplar, de ser constructivo. Ha resucitado en los compañeros que te ven llorar, reír, callar, cantar, que hacen realidad esa fraternidad del padrenuestro. Resurrección cuando se te acaban las palabras, cuando ves la llama apagarse y necesitas volver al fuego primigenio. Ha resucitado en los que se exponen, los que no se conforman, los que no pretenden cumplir un expediente, si no emborracharse de verdad y de vida, y por eso buscan.
Resucito, con la primera luna de primavera. La noche pasada se asomaba en mi ventana y su brillo me despertó. Despertemos. Él ha vencido a la muerte, a las pandemias, al egoísmo, a la soledad, al sufrimiento vacío. Cristo ha resucitado, aleluya, aleluya.
lunes, 5 de abril de 2021
FUGITIVAS (Y FUGITIVOS)
Mirad, estamos subiendo a Jerusalén…
jueves, 1 de abril de 2021
EN PATERA
Estos días se recuperan muchas imágenes y símbolos religiosos: Vírgenes con lágrimas que ruedan por sus mejillas; Cristos coronados de espinas y con vestiduras moradas; Imágenes yacentes con gestos doloridos; Pasos que describen, en el fondo, una historia de amor. Recuerdo cuando era niño que mis padres me llevaron alguna vez por el centro a alguna procesión. Se me quedó clavada en la retina la imagen de los nazarenos con sus capirotes, los pies descalzos al unísono, sentí algo parecido al estupor y al miedo. Hoy esas instantáneas de la Semana Santa, que no procesionarán por culpa de la pandemia, se hacen pasos vivos en muchos lugares del mundo. Pateras de espinas para personas que se agolpan en las fronteras de África o de Latinoamérica o en muros levantados por el miedo y el rencor. Lágrimas por la mejilla de muchas madres, algunas embarazadas, que ven como su esperanza se tambalea al ritmo de una olas que tan pronto son condición de posibilidad como amenaza de muerte. Cristos despojados de sus ropas, de su dignidad, con esa mirada agónica que tan extraordinariamente recogieron nuestros imagineros a lo largo de la historia. Estos días podremos contemplar en silencio la procesión del dolor, del escarnio, del juego en el tablero con fichas de piel y nombre propio. Ojalá nuestros templos sean puerta, hogar, casa común. Ojalá nuestra Iglesia sepa mirar a los ojos de estos “nazarenos” con la ternura y la devoción que mira a esas imágenes de madera o de escayola. Será signo de que llega la primavera, de que Cristo está cerca, de que la luz vuelve a brillar y de que Jesús ha resucitado. Movamos la piedra.