sábado, 24 de abril de 2021

SOLEDAD

 “Y de todas las formas, al fin y al cabo, solo como al principio.” Podría haber sido una frase del evangelio por su fuerza y su hondura. Pero es de un conocido cantautor, Hilario Camacho, y me acompaña desde chaval. Vivimos tiempos de soledad, esa soledad que en muchos casos te seca el corazón y la mirada. “Me he dado cuenta de que de las treinta amistades que tenía ninguna era realmente importante”, me decía un joven el otro día. Soledad en el espejo. Soledad en el trabajo. Soledad en el bullicio de los bares, (con o sin mascarilla). Soledad de la televisión y de las aplicaciones de internet. Soledad de los diálogos de familia. Soledad al acostarte. ¿Desgracia u oportunidad? “Y de todas las formas, al fin y al cabo, solo como al principio”. Es tiempo de escucha. Escuchar los ecos de nuestro pecho, la voz de Dios. En la soledad y en el silencio resuenan los latidos de nuestro corazón. Ritmo constante y sereno. Ritmo acelerado o enérgico. Cuando nos adentramos en su danza es como descubrir una compañía: la respiración que se mece bajo los hilos de la eternidad. Poner tu mano sobre las tripas y sentirte. Qué importante es sentirnos. Ahora podemos acompasar nuestros pasos con el latido de la humanidad: con el de tu vecina, con el de tu hermano, con el de tu tendero. Solos pero parte de un conjunto, como una pincelada en medio de este cuadro inmenso y maravilloso. “Y de todas las formas, al fin y al cabo, solo como al principio” O tal vez no.



martes, 6 de abril de 2021

CON LA PRIMERA LUNA DE PRIMAVERA

 El brillo de esa primera luna de primavera anuncia la vida y la resurrección. Cristo ha resucitado en Sevu o en Basile, el capellán de la Fundación Jiménez Diaz o del Hospital de la Princesa, (y otros muchos capellanes), que han dejado tantos gestos de esperanza en enfermos de pandemia, de soledad y de miedo. Ha resucitado en ese grupo de personas que prepara la Iglesia limpiando y recogiendo cada sábado para que el templo esté a punto para todos nosotros cuando llega la semana. Brilla su resurrección en aquellas mujeres y hombres que hacen de la caridad y de cáritas no una palabra si no una mesa compartida, un tiempo para la escucha y para acompañar. Cristo ha resucitado en las familias, catequistas y los niños que cada semana cantan, hablan de Dios, dan palmas y celebran que Jesús es su amigo y compañero. Resucita el Señor en la sonrisa de los jóvenes que leen la palabra, que se divierten y se entregan pensando en un mundo mejor. La resurrección brilla en las hermanas que, con humildad, se preocupan, construyen, consagran sus esfuerzos y sus afectos como el buen samaritano. Resurrección en cada visitador de enfermos o de personas mayores que reciben calor, eucaristía, alimento y cercanía. Cristo ha resucitado en nuestras pobrezas, llenas muchas veces de maquillaje y de mentira, pero siempre acariciadas con ternura por la misericordia de Dios. Resurrección en el que es capaz de dar gratis, de compartir lo poco o mucho que tiene, de mirar a los ojos, de no criticar, de contemplar, de ser constructivo. Ha resucitado en los compañeros que te ven llorar, reír, callar, cantar, que hacen realidad esa fraternidad del padrenuestro. Resurrección cuando se te acaban las palabras, cuando ves la llama apagarse y necesitas volver al fuego primigenio. Ha resucitado en los que se exponen, los que no se conforman, los que no pretenden cumplir un expediente, si no emborracharse de verdad y de vida, y por eso buscan.

Resucito, con la primera luna de primavera. La noche pasada se asomaba en mi ventana y su brillo me despertó. Despertemos. Él ha vencido a la muerte, a las pandemias, al egoísmo, a la soledad, al sufrimiento vacío. Cristo ha resucitado, aleluya, aleluya.  



  

lunes, 5 de abril de 2021

FUGITIVAS (Y FUGITIVOS)

"Ellas salieron huyendo del sepulcro, pues un gran temblor y espanto se había apoderado de ellas, y no dijeron nada a nadie porque tenían miedo..." El final del evangelio según Marcos es así de abrupto. No acaba como los otros con apariciones del Resucitado, envío de los Doce o palabras de consuelo y debió resultar tan chocante para las primeras comunidades, que le añadieron un final menos desconcertante. Sin embargo, bajo la cáscara amarga del final primitivo, esas mujeres fugitivas son una almendra a saborear: habían acudido siguiendo la costumbre de lo conveniente y adecuado, pero nada sucedió como esperaban: por mucho que madrugaron, ya el sol se les había anticipado; se preguntaban cómo iban a mover la piedra y la piedra estaba ya corrida; llevaban perfumes para embalsamar un cadáver, pero el lugar estaba vacío; buscaban a un crucificado y les anunciaron a un Viviente. Nadie acogió los perfumes de sus manos: se los cambiaron por una misión confiada a sus voces, hasta entonces silenciadas. El lugar cerrado se había convertido en un espacio abierto que debían abandonar y no volver a rondar nunca más: era en Galilea donde él iba a preceder a los suyos. En lugar de un cuerpo, habían recibido una palabra, ya no podían seguir estando en los lugares que antes frecuentaban. Estaban enfrentadas a un acontecimiento inesperado e inaudito que sobrepasaba todas sus capacidades. Por eso reaccionaron con estupor y sobrecogimiento, lo mismo que Pedro, Santiago y Juan cuando Jesús se transfiguró en el monte ante ellos; lo mismo que los discípulos después de la tormenta en el lago, o los que vieron en pie a la hija de Jairo. Lo mismo que las mujeres, escuchamos hoy el mismo anuncio: “Ha resucitado, no está aquí. Mirad el sitio donde le pusieron” y estamos convocados a hacer lo que ellas hicieron - convertirse en fugitivas- y escapar de tumbas tan vacías como estas: La tumba de la inocencia perdida, aquella dulce ignorancia que nos protegía en aquel tiempo añorado de la “normalidad”, cuando vivíamos ajenos a la realidad de que éramos tan vulnerables y nuestra especie estaba tan amenazada; cuando dábamos por supuesto que se nos iba a impedir reunirnos, abrazarnos o marcharnos a la segunda vivienda; cuando imaginábamos que los viejecitos estaban cuidados y a salvo en sus residencias; cuando la mascarilla de los chinos nos parecía una costumbre exótica suya, lo mismo que comer pangolín que, gracias a Dios, aquí no tenemos; cuando nos parecía que lo del IMV era para los pobladores de la Cañada Real, pobrecillos; cuando pensábamos que de la precariedad de los temporeros y de su hacinamiento, ya se ocupaban las inspecciones de trabajo; cuando al oír “colas del hambre” pensábamos que era una serie distópica de Netflix. Se nos han caído muchas vendas de los ojos y tiritamos a la intemperie, pero la lucidez es mejor que el engaño y con la verdad viene la libertad, como dicen que decía Jesús. La tumba de los Desalentados sin fronteras, ese depósito de tinta de calamar que vamos expandiendo a diestro y siniestro mientras avanzamos como los zombies de The Walking dead: “lo dije desde el principio: nadie aprenderá nada de la crisis”, “ya es tarde para frenar el cambio climático”, “no hay solución para tanto desastre”, “¿Fratelli tutti? Pura utopía”, “¿qué te apuestas a que va a llegar la cuarta ola?”, “dicen que para las nuevas cepas del virus no sirve la vacuna…” La tumba del solo “devote”. Cuesta ponerlo en relación con las tumbas porque, de entrada, es una alegría el auge de la adoración eucarística, escuchar de nuevo el “Adorote devote” y ver a gente joven de rodillas y en silencio ante la custodia. Pero precisamente por ser algo precioso hay que salvarlo de derivas peligrosas: que el “adorote” se quede solo en el “devote; que algunos celebrantes compitan en ver quién resiste más tiempo en la elevación; que el movimiento de adoración y de mirar a Jesús, no nos encienda el deseo urgente de vivir como él una vida “ex-puesta”; que su Presencia, tan accesible y disponible en la simplicidad del pan, no nos contagie su pasión por el derecho de cada ser humano a comer y a vivir; que no se prolongue en forma de conciencia inquieta por las desigualdades pavorosas acentuadas por la pandemia; que se convierta en una burbuja insonorizada al viento del Espíritu y nos asfixiemos con el humo del incienso. Son tumbas “de rabiosa actualidad” y hay que escapar de ellas a toda prisa dejando, eso sí, los sudarios cuidadosamente doblados. Leamos hasta el final el evangelio de Marcos porque ahí se hace posible la coincidencia entre la condición de mujeres fugitivas con la de discípulos convocados. Y como alegría extra, una fantástica propina de este año al Notición de Pascua: se ha levantado el corte perimetral y podemos viajar libremente a Galilea.

Mirad, estamos subiendo a Jerusalén…

Estaban subiendo. Lo sabía él y lo sabían los discípulos que le acompañaban. El paisaje familiar de Galilea se iba quedando atrás y la fatiga de la subida pesaba ahora sobre sus cuerpos cansados; lo sabían sobre todo por la inquietud que llenaba sus corazones de oscuros presagios. El Maestro se había puesto en cabeza y caminaba con paso rápido; ellos iban detrás más lentamente, como si quisieran retrasar el momento de la llegada. Mientras subía, Jesús era consciente de que, una vez más, la contradicción y la paradoja estaban rozando su vida. Había intentado infinitas veces enseñar a sus discípulos a “bajar”, a sospechar de su deseos de ascenso y dominación y a elegir en cambio los lugares de abajo, allí donde se mueven y habitan los que carecen de poder y significatividad, los que parecen haber nacido para cargar con los pesos de otros. El tema del descenso aparecía una y otra vez en sus palabras y, sobre todo, en su vida: en medio de un mundo en el que casi todos ambicionaban estar arriba, él, calladamente, había decidido plantar su tienda en dos lugares “de abajo”, en dos pequeños pueblos tan perdidos como Belén y Nazaret. Conocía de primera mano lo que era vivir “fuera”, incardinado entre aquellos que ni entonces ni ahora tienen sitio en las posadas del mundo. Para él ninguna herida era incurable y ninguna brecha irremediable y su poder de sanar y transfigurar los alcanzaba en lo más hondo del abismo. Ahora, en aquel lugar encumbrado, en la altura del Templo, en la Jerusalén situada en lo alto del monte Sión, a él le esperaba un huerto en lo más hondo del torrente Cedrón, los sótanos de los palacios de Caifás y Pilato, un montecillo fuera de las murallas donde crucificaban a los malhechores, un sepulcro excavado en una cueva. Subían, pero él era consciente de que había emprendido su último descenso.

jueves, 1 de abril de 2021

EN PATERA

 Estos días se recuperan muchas imágenes y símbolos religiosos: Vírgenes con lágrimas que ruedan por sus mejillas; Cristos coronados de espinas y con vestiduras moradas; Imágenes yacentes con gestos doloridos; Pasos que describen, en el fondo, una historia de amor. Recuerdo cuando era niño que mis padres me llevaron alguna vez por el centro a alguna procesión. Se me quedó clavada en la retina la imagen de los nazarenos con sus capirotes, los pies descalzos al unísono, sentí algo parecido al estupor y al miedo. Hoy esas instantáneas de la Semana Santa, que no procesionarán por culpa de la pandemia, se hacen pasos vivos en muchos lugares del mundo. Pateras de espinas para personas que se agolpan en las fronteras de África o de Latinoamérica o en muros levantados por el miedo y el rencor. Lágrimas por la mejilla de muchas madres, algunas embarazadas, que ven como su esperanza se tambalea al ritmo de una olas que tan pronto son condición de posibilidad como amenaza de muerte. Cristos despojados de sus ropas, de su dignidad, con esa mirada agónica que tan extraordinariamente recogieron nuestros imagineros a lo largo de la historia. Estos días podremos contemplar en silencio la procesión del dolor, del escarnio, del juego en el tablero con fichas de piel y nombre propio. Ojalá nuestros templos sean puerta, hogar, casa común. Ojalá nuestra Iglesia sepa mirar a los ojos de estos “nazarenos” con la ternura y la devoción que mira a esas imágenes de madera o de escayola. Será signo de que llega la primavera, de que Cristo está cerca, de que la luz vuelve a brillar y de que Jesús ha resucitado. Movamos la piedra.