lunes, 8 de febrero de 2021
Nada sin el otro
Entre las cualidades de Juan del Rio, comprobadas a lo largo de cuarenta años de cercanía y amistad, me gusta señalar su capacidad de acompañar y defender al débil, al desconcertado, al pequeño. Ha tenido ocasión durante su vida sacerdotal de descubrir a los más preparados, decididos, ingeniosos, inteligentes, y de ahí su buena selección para los puestos de mando, pero siempre me atrajo su cercanía llena de cariño y humanidad por quienes más ayuda y compañía necesitaban. En el seminario, a quienes dudaban o no comprendían bien el sentido de su vocación, a quienes no sabían estudiar o no eran capaces de centrarse; en la universidad, donde fascinó a tantos estudiantes atraídos por su palabra o sus orientaciones, pero desorientados en su vida o en sus relaciones familiares, a tantos profesores doctos en su materia, pero no tanto en sus relaciones personales o en sus últimas preguntas; en la Hermandad del Cristo de los estudiantes donde siempre le sintieron próximo en sus dudas o en su desorientación vital. A todos ayudó a explorar el país interior de sus almas. Llama la atención que hasta su muerte muchos de ellos han seguido dirigiéndose con él como su punto de referencia espiritual.
En las dos diócesis de Jerez y castrense, conoció y trató muy de cerca a sus sacerdotes. Los trataba como a amigos, con confianza, cercanía y exigencia personal. Era consciente de la importancia de su formación permanente, del trato personal frecuente, y logró con su disponibilidad imbuirles del espíritu de comunidad y bonhomía. Abogó por ellos en todo momento y cuando, en una ocasión, calumniaron a uno de los suyos, lo defendió con razones y se enfrentó incluso con una congragación romana hasta conseguir cambiar su decisión. Tal vez sufrió su “cursus honorum”, pero no su conciencia. En los últimos doce años fue arzobispo castrense, el capellán sonriente dispuesto a atender al rey, a los mandos y a cualquier soldado, guardia civil o policía que lo necesitase. Al no tener un territorio concreto sino a todo un país en su diócesis, parecía, paradójicamente, que estaba más a mano, más a disposición. No creo equivocarme si afirmo que hoy en día la diócesis castrense es un punto de referencia atrayente para la mayoría de sus miembros.
Juan del Rio ha vivido y trabajado, hablado y escrito para el cristiano y el hombre concreto de su diócesis. No era obispo de la monarquía o de los ejércitos sino de la familia real y de todos aquellos que trabajaban en el ejército, la guardia civil y los cuerpos de seguridad y sus familias. Fue el discípulo de su Señor y el padre y amigo de quienes la Iglesia le confió.
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