Se ha roto la cáscara del huevo y asoma la cabeza de
serpiente. En sus ojos se ve el silencio y la muerte. Su lengua escupe el
veneno que atraviesa cada palmo de la piel. Dicen que se arrastra por una
especie de castigo divino, pero su movimiento es como una danza sálmica y
ritual. El mal existe. Existen demonios y diablos, en cada uno de nosotros,
capaces de romper el alma hasta la extenuación. No siempre es fácil reconocerlos:
se mezclan entre los ángeles, caminan como uno más, dibujan sonrisas y
desprenden leche y miel. Se disfrazan de mentira y entonan cánticos de sirena
para robarte la paz. Siempre ha habido y habrá conflictos. Siempre ha habido y
habrá guerras. Guerras silenciadas y oscuras. Guerras vergonzantes y abusivas.
Jesús lo sabía. Él estuvo del lado de las víctimas. Sufrió los golpes y la
difamación. Nunca dejó de mirar a los ojos, de creer en el ser humano, de
enamorarse de la vida, de perdonar sin aliento. Perdió el miedo a la muerte y
entonces brotó la primavera. En él nuestra esperanza y nuestra fe siguen
teniendo sentido, aunque sea con este nudo en el estómago.