domingo, 31 de enero de 2021

El oráculo del papel higiénico

Está claro: el covid-19 nos está vapuleando, y no solo desde el aspecto sanitario. Hemos tenido que bajar a las alcantarillas y analizar las heces de la sociedad para tratar de adelantarnos al comportamiento de este coronavirus, imagen muy sugerente. Siguiendo esta regla, quizás la sociología y la ciencia política tendrían que pararse a analizar qué le está queriendo decir la gente cuando vacía de papel higiénico los lineales de los supermercados. Pasó durante el Gran Confinamiento. Ha vuelto a suceder en Madrid con la Gran Nevada. Tal vez entremezclado con la pulpa de papel haya quien descubra esos códigos que hablan del hartazgo social, del vacío moral, del sinsentido transformado en postureo, del cada vez mayor emotivismo infantil, de los preocupantes juicos sumarísimos instigados a base de algoritmos. Atados forzosamente a la televisión y a las redes sociales, y desgraciadamente cada vez menos a los medios de comunicación como se entendían poco antes del AC (Antes del Coronavirus), tanta ingente cantidad de papel higiénico puede ser un gran aliado para hacer un diagnóstico de nuestros males y tratar también de entender si tienen remedio. Por ejemplo, ¿serían capaces de analizar los investigadores de nuestras cacas si su incidencia es mayor según los programas de televisión que veamos o los canales de comunicación que usamos? ¿Conllevan un mayor uso de papel higiénico? Aquí podría añadirse una variante: ¿tiramos más del rollo durante las cuatro horas y veintiocho minutos que vemos los españoles de media la tele al día? Si usted me lo preguntara, le contestaría que sí. Ya se lo dejó dicho el papa Francisco a Jordi Évole, al señalarle los cuatro pecados del periodismo. “Desinformar, calumniar, difamar… y la coprofilia. Hay medios que viven de eso”, le espetó. Y si esto se hace en los telediarios, no quiero pensar lo que se consumirá durante los ‘Sálvame’ que en el mundo están siendo. Tengo que reconocer que esto lo dijo Bergoglio AC, pero si usted me preguntara si ha aumentado la coprofilia, también le contestaría afirmativamente. ¿Nos dirían algo adicional esos estudios de mierda (perdón) si los zonificáramos? Es decir, ¿qué se toparían en las alcantarillas en donde desembocan los desagües de los ayuntamientos en donde sus regidores se han vacunado –y evacuado– porque yo lo valgo? ¿Detectarán miedo a la enfermedad, prepotencia o el sálvese quien pueda? ¿Quedarían registros en las cañerías del retrete del primer ministro holandés de las razones por las cuales su Gobierno urdió un sistema que llevó a la ruina a miles de familias de inmigrantes bajo la acusación (falsa de toda falsedad) de utilizar fraudulentamente la asignación que recibían para el cuidado de sus hijos y obligarles a devolver el dinero en un plazo de tiempo inasumible? ¿Habrá algún tipo de huella en la celulosa que detecte el envaramiento moral de un Gobierno que apenas puede disimular su racismo, ya sea contra turcos, marroquíes e incluso españoles? Quizás le ciencia nos ayude a desentrañar estos comportamientos bajando a las alcantarillas. Pero, con Oliver Sacks, creo que para conjurarlos, o al menos acorralarlos, necesitaremos también la decencia. Es lo que recoge al final de su libro póstumo, ‘Todo en su sitio’: “Me parece que solo la ciencia, ayudada por la decencia humana, el sentido común, la amplitud de miras y la atención a los más desfavorecidos y los pobres, supone una esperanza para un mundo sumido en el marasmo moral. Es algo que queda explícito en la encíclica del papa Francisco [se refiere este científico agnóstico a Laudato si´], y es algo que no solo lo pueden poner en práctica las tecnologías gigantescas y centralizadas, sino también los trabajadores, los artesanos y los campesinos de los pueblos del mundo. Entre todos podemos sacar al mundo de sus crisis actuales”. Habrá que estar pendiente, pues, del papel higiénico. José Lorenzo

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