Amiga siempre voy a recordarte. Tu lenguaje era el lenguaje
de un tal Jesús, sencillo, que se servía de cuentos y pequeñas historias para
ponerlo al alcance de todos. Como te gustaba decir: “un Dios de mesa camilla”.
Un café, un trocito de pastel compartido, un vasito de vino dulce ¿qué puede
ser más divino? Claro que encontramos la presencia sagrada en la Iglesia y en
el templo, pero tú encontrabas rastros de ella en la sala de espera de una
peluquería, junto a las revistas del corazón, en el descansillo de tu casa.
Conseguías ese milagro de la verdadera comunicación, mirar lo que se esconde
debajo de la piel, tocar el centro y prender la llama. Recuerdo cómo te
ilusionabas con las aulas de cultura haciendo que cada mujer se sintiese
especial y viva. Pero lo que principalmente te provocaba eran los desafíos y
los retos: asomarte a la Casa de Campo para mirar a los ojos a esas chicas de
la carretera; acompañar la soledad de las pérdidas o de las familias; derramar
tu tinta como un calamar que lanza chispas de luz hacia el alma. Hay gente
especial como tú. Bueno tú dirías que todos somos especiales, el arte está en
saber descubrirlo y ponerlo en valor. Compañera de camino, es una suerte haber
compartido tantas mesas camillas contigo. Eres afortunada. Ahora estarás
bromeando con algunas de tus chicas, con un café (en el cielo tiene que haber
café), y jugando a las cartas con Dios. No nos olvides, sigue ayudándonos a
saber mirar, a encontrar lo divino en la peluquería, en el supermercado, en la
puerta del vecino, en cada atardecer. Gracias.
A Mari Patxi