La
mentira anida con facilidad en nosotros. Se cuela de forma sutil. Sus
muletillas son: “todos lo hacen”; “no tiene tanta importancia”; “es más
prudente”. Así se va alimentando un río de superficialidad, de complacencia, de
hedonismo, incluso espiritual.
La acomodación y el
bienestar son la parálisis de la vida entregada: “tú cede, así serás más
valorado, más reconocido, más considerado, llegarás más lejos”. Más lejos ¿de
dónde? Más lejos ¿de qué? Más lejos ¿de quién?
¿De Dios? ¿De la escucha?
¿De la comprensión? ¿De la sinceridad?
Ya a los niños se les
educa. Mejor que no vean ciertas cosas; que no entren en los hospitales, en las
residencias, en zonas de pobreza o exclusión. Se les oculta y se les niega el
dolor, la enfermedad, el sufrimiento, la muerte. Como si por no verlo, no
existiese.
Y nos protegemos con las
apariencias, con disfraces, con trajes y caretas, pensando que así, a lo mejor,
no ven nuestra piel, nuestra debilidad, la fragilidad que nos acompaña.
Precisamente esa que el Señor conoce y por la cual se conmueve y nos ama.
Y como cada atardecer rezamos el mismo cántico del magníficat: Proclama mi alma la grandeza del Señor por que lo que ha mirado es la humildad de su esclava.