¿Quieres jugar? Preguntó su madre con ojos de nube. La niña corría de acá para allá riendo y saltando. Sus piernecitas volaban entre las cajas de leche y un platito de plástico le servía para preparar esas pipas junto a la calefacción: calentitas y sabrosas. Este año los juguetes vienen rotos: una muñeca vieja de trapo, unos puzles incompletos, la cocina estropeada. Pero a la pequeña no le importa, no los necesita, su boca sigue haciendo pedorretas y baila del salón a la cama porque su mejor juguete es la inocencia y la sonrisa. Mama sí siente vergüenza. No por su niña preciosa: cocinera, gimnasta, loquita de la casa; si no por los juguetes rotos. Parece que se nos ha caído el alma y se nos ha olvidado jugar. Bailar con las manos abiertas hacía el cielo, dejarnos empapar por la lluvia y por los charcos, construir una casa de papel o de madera para que nos proteja del miedo. Los que piensan que un niño necesita de “sus juguetes rotos” han perdido el juicio. Somos nosotros los que necesitamos una mirada limpia y nueva, dispuesta a compartir, a tirarse por el suelo, a rodar y mancharse, a calentar nuestras pipas en la calefacción. Somos nosotros los que, de manera urgente, tenemos que emborracharnos de ternura y de locura, como los niños, para dejar de ofrecer juguetes rotos a un mundo roto, saciado de si mismo.
¿Quieres jugar? Preguntó su madre con ojos de nube. Corre,
salta, llora, ríe, súbete a la silla o a la mesa, túmbate sobre la alfombra,
haz garabatos en las cortinas, rompe algún juguete. La niña no necesita nada
mas para soñar.
¿Quieres jugar?
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