Desde que falleció mi padre he hecho algunos viajes, muchos
de ellos con mi madre. Hemos podido disfrutar y compartir un te en las puertas
del desierto; gozar de la naturaleza como regalo que es de este Dios que se
derrama y canta en los manantiales o en las arboledas; escuchar los coros
monocordes en algún monasterio ortodoxo; navegar por ese recóndito paraje en
aquel rio que se asemeja al rio de la vida; ver monumentos o construcciones que
son patrimonio de la humanidad y nos han recordado que las manos del ser humano
son la extensión de esa maravillosa obra creadora de Dios. Pero todos estos
viajes siempre han supuesto un espejo para poder disfrutar del verdadero viaje:
el viaje de hacer camino juntos, de crear lazos, de ser familia. Nuestra última
excursión ha sido al hospital. Con el visado de la pandemia y una cabeza que
cada vez deja menos espacio a los recuerdos y mas espacio a los cariños. Hemos
disfrutado de la caricia fraterna de auxiliares, médicos, enfermeras. Los ojos
se nos han llenado de dolor y de calor. Noches de insomnio entre cables,
pañales y mascarillas. Los últimos viajes siempre son los mejores, los que te
marcan los recuerdos mas profundos, los que te llevan a transcender y a
agradecer. Mi madre se ha recuperado, hemos tenido una prorroga en este
“partido”. Pero cada día sigue siendo una oportunidad para viajar: la sonrisa
en la mirada, la música del corazón, la preocupación entre los vecinos, la
espontaneidad de los niños, los miedos compartidos. Como decía un buen amigo
cantautor: “la unidad de tiempo, no son los años que vivas, es el amor que has
puesto en ellos”.
Tiempo de Navidad, tiempo extraño, tiempo nuevo. Tiempo de
reír, tiempo de llorar. Tiempo para hablar, tiempo para callar. Tiempo de
morir, tiempo de vivir. Tiempo para creer, tiempo para esperar. Este viaje
continua y Él sigue viniendo y quiere hacerlo contigo. Deja que llene tu casa
de luz… “aunque es de noche”.
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