lunes, 11 de enero de 2021

Pocas luces

Por razones que no vienen al caso, he tenido que lidiar con una compañía eléctrica, de cuyo nombre no quiero acordarme, y la simple experiencia, que se demoró en distintas etapas durante cuatro días e innumerables “confirmando verificación” desde el otro lado del hilo telefónico (caída de la línea incluida) en algún lugar de América Latina, me dio la pista de porqué hay gente capaz de disfrazarse de bisonte (salud mental aparte) e incluso asaltar el Capitolio, en su versión más extrema: unos charlatanes nos han vendido un progreso de todo a cien, o sea, un desarrollismo del chino de la esquina en todas sus acepciones, pero en cuyas estanterías faltan valores primarios. Me resultaba desconcertante y crecientemente irritante la churrigueresca parafernalia tecnicista que asistía a mi deseo de domiciliación bancaria de un recibo. Incomprensiblemente el proceso se dilataba y, entrando en bucle, se hacía cada vez más incomprensible su lógica unidireccional y autoritaria. Intentaba seguir la dinámica con atención, dedicación y la suficiente educación para evitar caer en la descalificación personal de mis varios interlocutores humanos (fueron varios días, recuerden), sabiendo que también ellos eran meros eslabones de la misma precariedad. Finalmente concluí el proceso con la desazonante sensación de que este desacompasamiento entre la necesidad y el deber no puede ser del todo casual, y si lo es, es otro motivo más para que el hombre búfalo que todos llevamos dentro (unos más que otros, es cierto) se vaya cargando de razones, que suelen ser sinrazones desde una lógica en vías de extinción. No puede ser que se ponga a prueba la cordura -dejémoslo simplemente en el humor- con un proceso así cuando una mañana, mientras lees un periódico digital, te aparece un anuncio publicitario sobre un producto concreto (un colegio en este caso) que la tarde anterior alguien de tu entorno mencionó de pasada en una conversación cara a cara, es decir, no telefónica, aunque es cierto que los móviles estaban sobre la mesa, hmmmm. Entonces entendí no solo la rabia (las causas las tenía ya claras), sino la desesperación de los habitantes de la Cañada Real Galiana de Madrid. Si a mí, que quería pagar recibos, me torearon, qué no harán con quienes reclaman, sin querer/poder pagar, que no les dejen sin luz, sin electricidad en el invierno madrileño más crudo de los últimos tiempos. Ahí hay agazapados un montón de hombres y mujeres búfalo, escarbando con su pezuña delantera el polvo que forma el suelo de sus infraviviendas antes de decidirse a embestir, locos de ira ante la impotencia de ver a sus hijos ateridos de frío. Y con la indiferencia como toda respuesta. Me sé la teoría de la respuesta oficial: solo cuatro de las casi dos mil viviendas tienen contrato legal, el resto tira de enganches que ahora les han cortado y, además, la falta de electricidad se debe realmente a la sobrecarga eléctrica causada por las plantaciones de marihuana de unos desaprensivos que, sin embargo, tienen unos Porsche aparcados en el interior de sus patios cercados de hojalata. Lo he leído. Lo he visto en la televisión e incluso se lo he escuchado a la presidenta madrileña. Es más, me creo estas razones a pies juntillas y comulgo con que no se pueden tolerar. Pero también creo firmemente que unas administraciones serias y competentes (no excluyo las responsabilidades que correspondan a la Delegación del Gobierno o Ministerio correspondiente) no pueden mirar para otro lado en estos casos. Primero, para acabar con esos focos ilegales de producción de droga. No se entiende que no hayan sido desmantelados todavía. Deje usted de pagar una multa de tráfico y verá cómo le embargan su cuenta. Segundo, para actuar como responsables civiles de población en riesgo, de los más vulnerables, opción esta sin la que dejamos el campo expedito para la selva. Y tercero, por cuestión de simple humanidad, rasgo tan en retroceso entre nuestras sociedades como los glaciares en el Pirineo. Hace poco más de un año, quien fuera catedrático de Filosofía Moral y Política en la Universidad del País Vasco, Aurelio Arteta, publicó el ensayo ‘La compasión. Apología de una virtud bajo sospecha’ (Los libros de frontera), en donde viene a subrayar que el problema de las personas (comunidades, grupos, etc.) solas está en que los demás las hemos dejado en esa condición: solas, a la deriva, dejadas a su suerte. Nosotros diríamos “de la mano de Dios”, que es una forma de añadirle el sustrato compasivo. Sin embargo, Arteta incide en que la compasión, en realidad, es una virtud de fuertes (moralmente, no se me vengan arriba los búfalos) y no de débiles, fundada en la conciencia plena de la dignidad del otro y advierte frente a la creciente falta de compasión, de piedad, en la actual manera de hacer política, donde se antepone el partido a todo lo demás, o en ese nacionalismo retrógrado independentista que hace ver a sus devotos que gozan de unos pretendidos derechos superiores a los de los demás. El diagnóstico, en definitiva, es claro: la indiferencia ante el dolor ajeno es la falta de piedad, la falta de compasión. Y de eso sobra en la Cañada Real y en tantos otros agujeros negros de la indignidad humana en el planeta, en los campamentos para inmigrantes de Arguineguín, en Moria… Pero también en nuestro trato en el día a día, con búfalos y bisontes que miran en metros y autobuses a quienes no lucen su misma cornamenta. Y, en fin, también cuando se quiere realizar una simple domiciliación bancaria de un recibo. José Lorenzo

1 comentario:

  1. Magnífica reflexión que comparto al cien por cien.
    Cuando peor se pasa, uno se vuelve más fuerte pero también más solidario.
    Gracias.

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